Aquí todos morimos junto con los
pasos que resuenan en el pasillo de arriba y el del otro piso y el del otro.
Las oficinas son puertas sin nombres que guardan rumores, murmullos que
significan, dicen, el progreso, la modernidad. La espera a la nada y la luz
amarillenta sin vida nos alcanza.
Oscurece. Ya pronto será hora de
irse y la recepcionista solitaria lo intuye de tal manera que se prepara para
el fin de otro día que tampoco habrá significado gran cosa. La radio despierta
y lanza canciones en español, decadentes, tal vez melódicas en otro contexto,
con menos ausencias, pero aquí, en este lobby, es una música
ensimismada.
De pronto entiendo que lo distinto
se da en otro lado, más vivo.
Sí, esto es irse muriendo. En este
sillón terminaré mis días -esa decadencia- si Alma no se apresura a bajar las
escaleras que doblan y se pierden en un infinito gélido.
Sólo había que acompañarla a una
cita de trabajo... Esperarla un tiempo razonable. No era tan difícil. No
implicaba riesgos y sin embargo, estoy a nada de terminarlo todo, aquí, en esta
consecuencia, en este aviso de la derrota.
Baja ya o me quedo seco, chupado,
sin agua, como una momia. Sí, ¡quedaré momificado!
Cada cierto tiempo se escuchan
pasos bajando por la escalera pero nadie baja: son fantasmas: esa simulación
burlona.
La razón casi perdida. El anuncio
de la locura.
Pasadas muchas horas, imagino que
bajas la escalera y me tomas de la mano, para irnos. Pero nada pasa. No
bajas, nadie baja, y esa radio deprimente y esa secretaria disecada -¡se ha
muerto ya!- y esa luz anochecida: ese delirio...
No sé, tal vez estar muriendo es
no escuchar nada claro, no escuchar mi propia voz, no escuchar los pasos de
Alma bajando por la escalera, yéndose.
¡Alucinante! ¡Qué bien narrada esa agonía del que va camino a la locura, pisando los últimos tramos de una endeble cordura! Unb abrazo
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